lunes, 3 de octubre de 2011

Los buenos, los malos y los siniestros: El Padre Torres

450.- De éste personaje habíamos dado ya una breve semblanza. Esta muy ligado a la historia de la zona sur del Bajío en el capítulo de la Independencia, era un sacerdote católico que fue sacerdote porque no tuvo otra opción, no fue devoción la suya. Fue también incendiario, en el sentido literal de la palabra ya que fue quien prendió fuego al templo agustino de San Pablo en Yuriria. Malamente se le confunde con José Antonio Torres, el amo; ya que ambos llevan el mismo nombre: José Antonio Torres, pero la diferencia, amén de sus acciones, eran los apodos, uno, el bueno: el Amo; el otro, el siniestro: el Padre. Leyendo una de las varias traducciones que se han hecho a la obra del norteamericano William Davis Robinson, la de Virginia Gueda, encontramos lo siguiente:

Habían nombrado para el supremo mando militar a un sacerdote llamado don José Antonio Torres, que había sido elevado a rango de mariscal de campo. Durante las primeras etapas de su carrera, Torres dio algunas muestras de valor; pero apenas alcanzó el poder mostró tener el carácter de un demonio. Era cruel, vengativo y codicioso, sin perdonar ni a patriotas ni a realistas para satisfacer sus pasiones. De la manera más arbitraria impuso tributos a todos los hombres de fortuna que se hallaban dentro de la zona que dominaba y continuó tratando con tales indignidades a los criollos en quienes veía la más mínima posibilidad de encontrar oposición a sus designios, que muchos de los que se habían quedado se vieron obligados, a su pesar, a huir con los realistas en busca de protección.

Bajo los pretextos más frívolos mandó ajusticiar a varias personas de quienes se sospechaba le eran hostiles o que podrían convertirse en sus rivales. La envidia era el rasgo predominante de su carácter; tampoco le importaban los sacrificios que debían realizar para liberarse de quien esperaba oposición. A pesar de sus propensiones viciosas y de sus rasgos viles, poseía la buena cualidad de una adhesión sincera a la causa de la república. Hacia los españoles guardaba una antipatía invencible. Desdeñó las muchas insinuaciones que se le hicieron para atraerlo al partido realista, y ni las ofertas de rango o de dinero pudieron introducirlo a dudar de su determinación. La siguiente anécdota exhibirá con más claridad su enemistad hacia los gachupines y demostrará que cuando su patriotismo estaba involucrado no valían ni los mismos lazos de parentesco.

En cierta ocasión, dos de sus hermanos más jóvenes cayeron en manos de los realistas. Fueron obligados a escribirle diciéndole de que sus vidas dependían de que Torres abrazara la causa del rey y que, de no hacerlo serían fusilados. A esta súplica dio la siguiente respuesta: La proposición de los realistas ha servido tan solo para provocarme mi indignación. Si el enemigo no los fusila, tened cuidado de caer algún día en mi poder, pues en tal caso recibiréis por mi mano la muerte que no os dieron los realistas por haberos atrevido a colocar vuestras vidas en un plano de igualdad con el interés de vuestro país y por proponerme condiciones tan deshonestas".

Torres tenía bajo su mando una extensión inmensa de territorio que dividió, como en el antiguo sistema feudal, en distritos o comandancias. Era un rasgo prominente de su política el escoger para el gobierno de estos distritos a hombres cuya enorme ignorancia los sometía a su voluntad y los convertía en sujetos apropiados para promover sus proyectos de dominio absoluto. Estos comandantes seguían el ejemplo puesto por Torres y dirigían principalmente su atención a sus placeres personales. Sin un gobierno capaz de poner obediencia, se vieron sin control sobre sus procedimientos y actuaron de acuerdo con sus propios deseos en sus respectivas comandancias.

Consideraban que las rentas del estado no pertenecían al público sino que eran de su propiedad personal y que hacían un favor a la república cuando algunos de los fondos se empleaban en su servicio. Las fuerezas que levantaban eran tan solo las que juzgaban necesarias ya ellas se les enseñaba a considerar a los comandantes como a sus dueños cuyas ordenes solamente debían obedecer.

Los paisanos eran vistos como siervos carentes de cualquier privilegio a los que se tenía derecho de dañar y la soldadesca podía hacerlo sus víctimas con impunidad. Cada comandanate se convirtió, en su distrito, en un tirano en pequeño; los intereses del país no eran ya vistos como los objetivos primordiales sino que fueron sustituidos por una dedicación a la autocomplacencia, mientras que el objeto y fin principal de sus esfuerzos fue el preservar la buena voluntad del sultán Torres. Este por su parte, era un experto en las artes necesarias para conseguir la buena opinión de estos hombres. Torres apostaba y bebía con ellos y tomaba parte en carreras y en peleas de gallos, en cuya ciencia era extremadamente hábil, hasta que los participantes se quedaban sin dinero. En suma, mientras los comandantes actuaran de acuerdo con sus instrucciones nada averiguaba ni le importaba cuál era su conducta.

Por lo tanto no fue extraordinario el que Torres, después de haber sido nombrado comandante en jefe, mantuviera un poder absoluto y se obedecieran sus ordenes de inmediato y sin reservas. Si estas hubieran emanado de un hombre famoso por su conducta correcta y honrada no hubieran sido vistas con mayor temor ni reverencia. Su cuartel se hallaba en la parte superior de la montaña de los Remedios que fortificó a costa, y ruina, de muchas de las familias que vivían al rededor de su base.

Allí, rodeado de mujeres y de todos los lujos que brindaba la región, se tornó indolente y caprichoso, emitiendo los más arbitrarios decretos y, como un semi dios, desde su elevado sitial sonreía al ver los efectos que causaban sus imperiosos mandatos en los fieles americanos que lo apoyaban. En el apogeo de su gloria se le veía rodeado de sicofantes y de mujeres que cantaban canciones del peor gusto en su honor, mientras Torres, recostado en un lecho y abanicado por una mano delicada, escuchaba con embeleso la adulación más burda y prorrumpía en ruidosas carcajadas provocadas por la satisfacción que sentía.

Hinchado de vanagloria y regocijándose en ella, a menudo exclamaba: "yo soy jefe de todos el mundo". Tal era el carácter del jefe d los revolucionarios en las Provincias Occidentales... (1)

En la última fotografía vemos de lo poco que quedó en el incendio provocado por el Padre José Antonio Torres en el recinto agustino que "por el proceder tan brutal de Iturbide tanto en Yuriria como en Salvatierra, y por el hecho de que siempre que llegaba a Yuriria se hospedaba en el Convento; aunque siempre lo encontrba abandonado pues el cura Quintana se remontaba al cerro, temeroso de este troglodita, el jefe de una partida que se decía insurgente, y que era el Cura Cooperador de Huanímaro, don Antonio Torres, en el año de 1814, llegó a Yuriria y dando rienda suelta a sus instintos de priómano, quemó el Templo y convento por ser el alojamiento ocasional de don Agustín de Iturbide, constituyendo este acto de vandalismo un descalabro irreparable para la ciudad". (2)

Fuente:

1.- Robinson, William Davis. Memoiras de la Revolución Mexicana. Traducción de Virginia Gueda. UNAM. México, 2003.

2.- Guzmán Cíntora, J. Jesús. Yuririapúndaro. B. Costa-Amic, Editor. México, 1978.

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