sábado, 26 de junio de 2010

Valladolid, Michoacán. Cabeza número 29

   La estela de Cabeza de Águila que marca la salida de Valladolid (Morelia) del ejército Insurgente rumbo al oriente fue colocada en lo que era, para 1960, año de los festejos del Sesquicentenario del inicio de la guerra de Independencia, los límites de la ciudad. Esos eran lo que se conocía como "la salida a Charo". En la actualidad ese es un cruce de caminos, con un paso a desnivel, que observamos en la fotografía. De la Cabeza de Águila número 29 no se sabe aun cual es su paradero, si fue derribada, desaparecida o robada. Pero de que no está en ningún lugar visible de Morelia, de eso no hay duda. Fui a preguntar a la Secretaría de Turismo estatal, al Museo Michoacano, a la oficina de Centro Histórico, al Archivo Histórico de Morelia, en ningún lado me supieron decir el paradero de la estela.

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Debido a la importancia de la estadía de tres noches de don Miguel Hidalgo al frente del ejército Insurgente en Valladolid, me permito transcribir todo el capítulo concerniente al hecho, con esto no pretendo ofender a los derechos de la autoría de las maestras del INAH, María Ofelia Mendoza Briones y Martha Terán.
“En Valladolid pronto se conoció el estallido de la guerra. Esta ciudad personificó en el largo tiempo colonial a la urbe española en contraste con Pátzcuaro, que se caracterizó como centro indígena. Desde luego, la elite que habitaba Valladolid no veía con buenos ojos la causa de la independencia puesto que sus interesas estaban vinculados a los de la metrópoli y sus gobernantes.

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La contrainsurgencia fue alimentada por las oligarquías regionales quienes proporcionaron fondos y hombres para el establecimiento del ejército realista. Una pequeña parte de estos grupos fue la que optó por unirse a la independencia y colaboró en darle continuidad al movimiento. La noticia de la insurrección llegó a Valladolid el 20 de septiembre de 1810. Sin perdida de tiempo el cabildo de la ciudad acordó organizar una tropa que viajara a Celaya o a Querétaro para reforzar la defensa realista. La conmoción reinaba en todos lados. Los herreros fabricaban lanzas para armar a quienes debían resguardar a la población. Los particulares entregaban dinero para solventar los gastos de la guerra y “los vecinos de distinción” así como las dignidades eclesiásticas (entre quienes se encontraba el poco antes designado obispo electo de la diócesis, don Manuel Abad y Queipo) asistían a las juntas convocadas por el cabildo para decidir las mediadas a tomar en tan graves circunstancias. Cuando se supo que los insurgentes habían tomado Guanajuato fueron volados los puentes de acceso a Valladolid, en prevención del inminente avance del ejército de hidalgo hacia la sede del obispado. La inquietud se adueñó del vecindario. Algunos peninsulares optaron por huir a las ciudades de México y Querétaro; otros, los más, quedaron en espera de los acontecimientos, aunque no con el convencimiento que mostró don Matías de Robles, español que había vivido ya más de la mitad de su vida en la tierra michoacana y quien pronunció un discurso en el cabildo a favor de que no se permitiera la salida de la ciudad a los europeos. Dijo en esa ocasión don Matías de Robles:

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“… es llegado el caso en que la religión honor y patria llama a examen al hombre de bien, cuya obligación es defender la ciudad con la mayor energía, sacrificando todo para castigo de los insurgentes, haciendo común a americanos y europeos esta justa causa… que la ciudad se defienda, criollos y europeos en unión como interesados todo en que no cunda el daño de la sedición.”

En cambio, el obispo electo Manuel Abad y Queipo, se pronunciaba por salir de la ciudad antes de que la turba insurgentaza de hidalgo se hiciera presente en Valladolid. Abad y Queipo señalaba que “rota la cadena del orden publico y acabado el gobierno establecido” la experiencia enseñaba que seguiría la anarquía “origen necesario en el desenfreno”. Abad y Queipo recordaba pláticas de tiempo atrás en Valladolid con Riaño y con Hidalgo, a quien conocía bastante bien. Desde ese tiempo había predicho innumerable s veces el estallido insurgente, había tratado de evitarlo proponiendo reformas sociales, medidas de fomento y consejos militares a los virreyes. Por eso quizá, antes de esperar la llegada de hidalgo, prefirió abandonar Valladolid. La última acción que realizó antes de huir de la ciudad amenazada fue excomulgar a hidalgo y a las huestes que le seguían.

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Después de la toma de Guanajuato, hidalgo vio incrementarse su ejército a más de sesenta mil hombres al llegar a Valladolid, el ejército insurgente sumaba ochenta mil hombres reunidos en menos de cincuenta días. Los mestizos inconformes, los indios y castas de Valladolid, mas los hombres atraídos a la ciudad por los rigores de la crisis tenían sobradas razones para fecundar a hidalgo en su grito libertario. Muchos de ellos, más que participar eficazmente en las acciones de guerra, se incorporaron con fruición al saqueo. Al ser recibidos triunfalmente en Valladolid, las cárceles públicas fueron abiertas, libertados los presos y encarcelados unos cien peninsulares que no habían logrado escapar de la ciudad. El pueblo enardecido destruyó algunas casas y con particular furor la del culto doctor Manuel de la barcena, quien se había destacado como furioso monarquista y había mandado hacer cañones para fortalecer la resistencia de la ciudad. Algunos españoles como Alonso de Terán fueron presa de la furia popular en el cerro de las Bateas. Los restantes, que permanecían en cautiverio, salvaron la vida, gracias a una maniobra emprendida justo cuando llegaban las tropas realistas comandadas por don José de la Cruz. En las actas de cabildo se consignó que:

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“Don mariano Quevedo, habiéndole cabido la suerte de hallarse en esta ciudad a la entrada de hidalgo, se aprovechó de esta propia desgracia para libertar la ciudad de los daños que le habrían sobrevenido si los rebeldes hubiesen insistido en hacer resistencia al señor comandante general don José de la Cruz, y para salvar al mismo tiempo las vidas de más de cien europeos presos a cuyo efecto, aun con el capitán Francisco Canuco, y de acuerdo con varios eclesiásticos, sacó de la cárcel en la noche… a los citados europeos repartiéndolos en los conventos de religiosos y colegios de la compañía, libertando de este modo su vida que indefectiblemente habrán perecido al día siguiente de que hubo un tumulto, o conjuración popular, acaudillada por el llamado “angloamericano”, que poseído por el ardimiento y la embragues había resulto asesinarlos a todos y hacer resistencia al señor general Cruz, auxiliado de mas de mil tumultuarios con que contaba y algunos cañón”.

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Hidalgo había sido objeto de un recibimiento protocolario reservado a los visitantes distinguidos. Un sector de propietarios, viejos conocidos y el pueblo, le habían recogido con exclamaciones afortunadas.

Don mariano de Escandón y Llera, conde de la sierra gorda, no solamente le había retirado la excomunión y abierto la iglesia en gran ceremonia, sino que le había entregado los fondos de la riquísima mitra michoacana. Hidalgo nombró a don José María Anzorena, de vieja familia de Pátzcuaro nuevo intendente de Valladolid, quien por disposición suya y por bando de diez y nueve de octubre abolió la esclavitud”. (1)

Fuente:

1.- Mendoza Briones, Maria Ofelia et alt. Enciclopedia de Michoacán. Gobierno del Estado de Michoacán. Morelia, 1999


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